miércoles, 8 de mayo de 2013

La Chica Dragón

Sucedió hace cientos de años en un  lugar extraño un suceso extraño. Fue en un valle áspero, de tierra rojiza y aire cargado, bien protegido de males ajenos, rodeado de volcanes dormidos que muy de vez en cuando soltaban una bocanada oscura de sus pulmones de azufre. Sus habitantes andaban descalzos con callosidades en los pies, negros, quemados por el calor, y a pesar del fuego no sentían el calor, los niños allí nacidos tenían la piel dura que rara vez se rasgaba o arañaba. La gente era fuerte como escamas de dragón.
        En una extraña noche, donde la luna no era más que un anillo de luz con fondo oscuro e interior oscuro, la reina dio a luz un huevo. El huevo era dorado, de dos palmos de diámetro, tenía incrustaciones de escamas plateadas y brillaba como una hermosa joya. Supieron en seguida que se trataba de un huevo de dragón, leyendas había muchas sobre aquellas criaturas pero jamás se había vuelto a ver ninguna y por respeto o por miedo fue conservado entre almohadones en una sala del castillo, pero como el suceso fue tan extraño nadie habló de él.
        Pasaron algunos meses, en los que el huevo fue olvidado en aquella alejada sala a la que nadie entraba pero en un amanecer rojo como la sangre un volcán explotó y mientras los habitantes del reino sacaban agua de los pozos subterráneos para apagar la ira del fuego, empezó a arder el ala oeste del castillo, allí se encontraba el hermoso huevo dorado.
        Una vez se calmó el volcán, el fuego pudo ser controlado y la reina corrió a descubrir el destino de su hermoso huevo. La habitación entera había ardido y el pasillo se había teñido de negro carbón, la reina cogió entre sus manos el huevo, que ya no era dorado sino negro, oscuro y feo, temieron la ira del dragón y que éstos volvieran pero algo extraño sucedió. La cáscara comenzó a romperse, de su interior eclosionó una niña pequeña, rubia de ojos claros con la piel tersa y fina, al ponerla en el suelo comenzó a llorar y vieron quemaduras en sus pies. No era hija del Valle de Fuego, no aguantaría el calor.
        A pesar de todo, seguía siendo la niña del huevo y la hija del rey, aunque fuera desde las alturas, el trono le correspondía, así que construyeron para ella una alta torre, que sobresalía por encima del más alto volcán y allí el aire era puro y limpio.
       Unos años después llegó la desgracia, el volcán volvió a explotar y esta vez lo siguieron todos los demás. El valle quedó cubierto de lava y sobresalía en medio de aquel espeso mar, una torre. La princesa lloraba: qué sería ahora de ella, quién la iba a cuidar. Para colmo de sus males, volvieron los dragones. Ella conocía las viejas historias, su madre se las había contado, eran feroces criaturas que escupían fuego por sus fauces y ningún temor tenían, pues su magia los protegía.
       Pasaron varios días en los que ni siquiera salió de su cama, había sentido a un dragón posarse en su tejado y lo había visto surcar el cielo con sus alas negras. En alguna ocasión éste asomó la cabeza y rugió a la princesa pero apenas cabía ni la mitad de su boca por la ventana. Sus colmillos eran terribles, oscuros también, salvo su lengua que era violeta y los ojos de carmesí, todo el dragón era la misma noche.
       En uno de esos días, la princesa apreció un patrón, el dragón volvía por las noches, gruñía por su ventana y luego se iba, cuando volvía la miraba, aparecía su gran ojo y la observaba, después se iba y desde el tejado gruñía de nuevo hasta que se dormía. Poco a poco, la princesa dejó de tenerle terror, se asomaba a la ventana e incluso le hablaba al dragón y los patrones siempre se repetían. No le hacía daño e incluso parecía que la fiera le sonreía.
        Comenzó a acariciarlo, éste se dejaba acariciar y aunque había más dragones, éstos la ignoraban. El Dragón Negro les rugía y desaparecían, o trazaban círculos en el cielo, o envolvían la torre de nubes, o cantaban mirando la luna. Y fuera como fuese, comenzó a amar a los dragones y los comprendía. Se atrevió en una de esas a lanzarse al vacío y su dragón fue a su encuentro, la recogió en su espalda y surcaron el cielo. Poco a poco comenzó a descender y ella temió el fuego pero la lava estaba fría y lisa, su tacto fue suave y el único calor lo produjo el sol, a su alrededor se posaron los dragones: uno era rojo con los ojos anaranjados, otro púrpura con alas rosadas, otro era verde con reflejos amarillos, había también un dragón azul, otro plateado, un dragón dorado pero ninguno era negro. Todos inclinaron la cabeza ante ella y para su asombro, apareció un joven con el cabello oscuro como la noche.
        Cientos de años atrás habían quedado desde que los dragones abandonaron el valle y el motivo había sido el nacimiento de un niño. Una fría mañana, los volcanes se habían dormido y una dragona dio a luz un niño.


jueves, 2 de mayo de 2013

El Dragoncito

Había una vez una dragona que vivía en un valle muy bonito, situado entre dos montañas coronadas de nieve. En el valle había un campo de flores de muchos colores y todos los animales que allí vivían eran muy felices, excepto la dragona. Y es que esta dragona quería un dragoncito, y todas las noches esperaba que una cigüeña le trajera de París un bebé dragón. Pero siempre amanecía sin que apareciera la cigüeña.
Mamá dragona estaba muy triste porque ella quería tener su dragoncito y cuidar de él, y llevarlo a jugar al campo con las ardillas y los pequeños cervatillos. Un día, Mamá dragona se desesperó y se propuso ir a París para preguntarle a la cigüeña porqué no le llevaba a su dragoncito. Así que Mamá dragona salió del valle y dejó atrás las montañas.
 Caminando se encontró con dos enormes dragones que peleaban y Mamá dragona, asustada, les preguntó por qué lo hacían. El dragón rojo, enfurecido, le dijo: “Es este dragón negro, que no quiere darme ese hueso”.
Y el dragón negro replicó enseguida: “¡Eso es mentira! La culpa la tiene el dragón rojo, que no quiere dejarme su cueva”.
Mamá dragona meditó largamente, hasta que le dijo al dragón negro: “Ese hueso es tan grande como una ballena, suficiente para alimentar a los dos durante un año ¿por qué no lo compartís?”
El dragón negro contestó: “No me parece correcto. Yo encontré ese hueso solo. No quiero compartirlo”.
Mamá dragona dijo: “Entiendo lo que dices. Buscaré otra solución”. Y Mamá dragona volvió a meditar cómo podía ayudar a dragón negro y a dragón rojo.
Y dirigiéndose al dragón rojo, le dijo: “Señor dragón ¿podría enseñarme su cueva? Sólo quiero verla, se lo prometo”.
El dragón rojo asintió, y los tres fueron a ver su cueva. La cueva era tan grande como una montaña entera y Mamá dragona quedó sorprendida. Les dijo: “Pero esta cueva es muy grande, lo suficiente para que duerman los dos ¿Por qué no la compartís?”.
El dragón rojo replicó: “No me parece correcto. Yo solo encontré esta cueva. Lo recuerdo perfectamente, era una noche de tormenta y llovía a cántaros”.
Mamá dragona volvió a decir: “Entiendo lo que dices. Buscaré otra solución”.
Entonces Mamá dragona meditó una vez más, esta vez más tiempo que las anteriores. Después de mucho meditar, Mamá dragona dijo: “¡Ahora ya encontré la solución perfecta! Los dos tienen algo que el otro quiere, y creo que si tú, dragón negro, puedes compartir tu hueso con él, el dragón rojo puede compartir la cueva contigo, y los dos seréis felices”. Y los dos dragones quedaron muy complacidos.
“¿Cómo podemos ayudarte, Señora dragona? Tú nos has ayudado a nosotros, y nos parece justo que ahora te ayudemos a ti”. Dijeron los dos dragones, que ahora eran muy felices. Mamá dragona se puso triste y les contó que ella había estado esperando mucho tiempo a que una cigüeña le trajera de París un dragoncito a quien cuidar y dar amor.
En ese momento, se oyó una pequeña vocecita que venía de detrás de unos arbustos, que decía: “No desesperes más, Señora dragona, yo soy la cigüeña que buscas. No podía llegar a tu valle porque estos dos dragones estaban peleando, y a mi me daba mucho miedo. Pero he visto lo que has hecho, y no se me ocurre una mamá mejor para este dragoncito que traigo”. Y escondido en una manta había un pequeño dragón que dormía. Era muy bonito, con escamas violetas que brillaban con los reflejos del sol.
Mamá dragona estaba muy feliz, y después de mostrarle todo su agradecimiento a la cigüeña, volvió feliz a su valle con su dragoncito, que la seguía feliz porque él también llevaba mucho tiempo esperando una mamá que lo amara.
Y junto con ellos fueron también dragón rojo y dragón negro, que ahora eran muy amigos, y todos cuidaron y jugaron con el dragoncito en aquel bonito valle, escondido entre dos montañas.