miércoles, 13 de marzo de 2013

El ángel que cayó en la tentación


Cuentan que hace cientos de años en una tierra lejana donde no existía el dolor, los espíritus del bien convivían juntos en las tierras de las nubes, observando a los seres terrenales de cerca y compartiendo el mundo con éstos, los animales y las plantas. Todos ellos vivían felices en un jardín precioso, sin muertes ni maldad, donde no estaba permitido alimentarse porque tampoco era necesario, allí todos los seres vivos se servían de la paz y la armonía, y de la compañía de los otros seres.
La tranquilidad se quebró cuando uno de los espíritus se enamoró de un ser de la tierra, y aquello estaba prohibido porque todos debían amarse y cuidarse por igual, y nunca jamás por encima de otro ser. Pero este ser, el ángel de alas doradas no pudo resistirse a los jugosos labios de Eva, y la deseaba.
Cada tarde Eva mecía sus cabellos al viento, charlando con la serpiente del manzano y escuchaba la melodía en el aire, la música que el ángel de alas doradas tocaba para ella en una flauta dulce, y desde allá arriba la observaba sin atreverse a tocarla si quiera.
Una noche junto al lago de plata, la doncella refrescaba sus pies, envueltos en un halo de belleza y quitándose su traje de seda metióse en las aguas a embadurnar su contorno en aguas brillantes. Entonces el ángel no pudo resistirse más porque extendió sus alas de oro, y parecía que el día volvía después de la calurosa noche, bajó hasta la tierra y con la punta de su dedo índice tocó los labios de Eva, sujetó su barbilla en alto para verla y aquellos ojos verdes como esmeraldas lo perdieron para siempre.
El padre de la creación se enteró de tan tremendo despecho: la extensión de sí mismo, su más fiel creación, la parte de su esencia que pertenecía a la razón, le había traicionado. El ángel, bajando desde los cielos a la tierra firme, tocó los seres impuros creados de partículas impuras, que no habían salido en su totalidad de la esencia misma del creador. Y eso lo enfadó, condenando a los dos amantes a las calamidades del corazón.
Creó como castigo el dolor, la pena, la muerte y la deshonra. Extendió estos sentimientos a los corazones de ambos seres y por siempre jamás les hizo sufrir de tal modo que quedaron apartados de aquel jardín, aunque no en presencia pero sí en sentimiento, porque las demás criaturas ya no entendían el corazón de Eva y no atendían a la razón del ángel dorado, se había perdido para siempre la conexión con el mundo astral.
Poco a poco comenzaron a surgir las sospechas, la lujuria, el odio, el miedo, el rencor… Poco a poco los amantes dejaron de ser amantes, y poco a poco los buenos sentimientos, el amor, la dicha, la pasión… desaparecieron, y jamás se los volvió a ver.
El ángel dorado extendió sus alas y alzó sus manos al cielo, implorando perdón. El creador le permitió volver a su nube, pero como castigo lo obligó a no volver a mirar jamás la tierra, y la razón se fue con él.
A Eva, por otro lado, la castigó con la culpa. No podría volver a enlazar su mente con la de los demás seres y además, también la condenó a no poder olvidar jamás su amor. Así que Eva permaneció hasta el final de los tiempos anhelando un amor que la abandonó, mientras el amado, en su nube, la ignora mirando al cielo, donde solo podrá descubrir la unión de la luna y el sol.


El origen de los animales domésticos


Hace mucho tiempo, cuando Dios estaba creando las especies, es decir, a todos los animales que viven en la tierra, Adán, el primer hombre, le dijo a Dios:
- Señor, me encuentro solo, dame un amigo que me haga compañía.
Y Dios llamó al lobo salvaje que corría por el bosque y le dijo que hiciera llamar a su hermano manso, el perro, y lo domesticó para que viviera con el hombre.
        
Adán estuvo viviendo un tiempo con el perro, pero al cabo de unos días llamó otra vez a Dios:
         - Señor, mi perro siente hambre y yo también, dame por favor, un animal que nos dé carne.
         Y Dios, bondadoso, acudió al ciervo, el alimento del lobo en el bosque, y el ciervo le envió a su hermana mansa, la cabra, y la domesticó para que viviera con el hombre y darle su carne.
        
Adán pudo vivir un tiempo con su perro manteniéndose con la carne y la leche de la cabra, pero al cabo de unos días llamó otra vez a Dios:
         - Señor, la carne de la cabra estaba sabrosa, pero necesito un animal más grande, mi perro y yo tenemos el hambre de un león.
         Dios, una vez más, acudió al león y le pidió un búfalo, la carne de la que él se alimentaba, viviendo salvaje en la savanah. En cambio, el león le ofreció a la vaca, que era mansa. Y Dios la domesticó para dársela a Adán.

         Adán y el perro vivieron juntos un tiempo, alimentándose de la carne y la leche que la cabra y la vaca le proporcionaban. Pero al cabo de unos días llamó otra vez a Dios:
         - Señor, he cogido estos huevos de codorniz para alimentarme pero son muy pequeños y esta ave muy salvaje, por lo que rara vez me la encuentro.
         Y Dios hizo llamar a la gallina, que era un ave mayor que la codorniz, y la domesticó para que viviera con el hombre.

Adán pudo vivir mucho tiempo manteniéndose con la carne, la leche y los huevos de los animales que Dios había domesticado para él, pero un día llamó a Dios otra vez:
- Señor, he intentado domesticar al avestruz para que me dé huevos mayores que los de la gallina, pero si lo dejo libre desea escapar y no quedarse conmigo como la gallina.
Y Dios respondió:
- Claro Adán, he creado salvaje al avestruz y aunque tú lo domestiques para que viva contigo, siempre será salvaje en su interior.
- Pero Señor, -dijo Adán- he intentado domesticar a la serpiente para que viva conmigo pero si la dejo libre me intenta atacar.
Y Dios respondió:
- Claro Adán, he creado salvaje a la serpiente y aunque tú la domestiques para que viva contigo, siempre será salvaje en su interior.
- Pero Señor, -replicó Adán- he intentado domesticar al ave para que cante para mi pero si lo dejo libre, desea escapar.
Y Dios respondió:
-Claro Adán, he creado a las aves salvajes y aunque tú las encierres en jaulas, siempre serán salvajes en su interior.

Y Adán comprendió que Dios había domesticado muchos animales para él para que le hicieran la vida más fácil, como: el perro, la cabra, la vaca, la gallina… que necesitaban al hombre para que les diera cobijo y alimento.
         Pero también comprendió que había otros muchos animales que vivían felices siendo salvajes, sin el hombre, en los bosques, selvas, desiertos… y que aunque el hombre los atrapara y domesticase, seguirían siendo salvajes en su interior, como lo eran: el lobo, el león, el ciervo y todas las aves y los animales del mar.