lunes, 28 de enero de 2013

Piel Canela

Fin

Canela abrió los ojos con dificultad, estaba en una playa, cerca de la orilla. Su mente se aclaró y vio a la Morena, tumbada junto a ella, con una dulce sonrisa. Sus ojos verdes la miraban, radiantes. Había estado observándola todo el tiempo, mientras dormía, sólo recordaba haberse desplomado en aquella casucha sucia y fea.

Se levantó y miró a su alrededor, varios grupos de personas se repartían por la playa, el malestar y la preocupación eran palpables. Colinas de humo se extendían a lo lejos, desde la ciudad. El color del cielo era anaranjado, el aire pesado, las esperanzas pocas.

¿Qué habría sido de Carla?

Su pensamiento fue interrumpido por un tacto suave, alguien que sujetaba su delicado cuerpo y la ayudó a ponerse en pie. "Acompáñame" su voz era placentera y su mente estaba tan turbia que no pudo pensar, sólo la siguió.

Algunas personas habían creado pequeñas tiendas a los pies de la colina, buscando cobijo, en uno de ellos estaba la Abuela. Un carrete de hilo negro en una mano. Unas tijeras en la otra. Hacia ahí se dirigían. Quiso detenerse pero sus piernas no respondieron, su mente no mandó la orden de detenerse. Estaba adormilada.

La Morena cogió su mano y la estiró hacia la vieja. En cuanto acabara el día, su libertad habría acabado, sería una sirviente más de aquel par de gitanas. Las arrugadas manos de la Abuela sujetaban un trozo de hilo y se acercaban a su muñeca. Nadie la retenía allí, solo el miedo.

Entonces una mano más apareció ante la anestesiada visión de Canela. No era fina y joven, ni huesuda y seca. Era fuerte, ancha, poderosa. Agarró a la vieja y la hizo ponerse de rodillas. "Me quitaste la libertad, vieja pero no me quitarás el corazón".

12 se interpuso entre Canela y las dos mujeres. Su cara ya no demostraba preocupación, ahora irradiaba odio e ira. Su expresión demostraba lo que realmente era, un hombre fuerte y valiente. Sin embargo, las caras de aquellas malnacidas que tanto tiempo lo habían sometido, se tornaron en miedo y duda.

Sus pequeños cuerpos se estremecían y temblaban. La Abuela empezó a andar hacia atrás con el rostro descompuesto y chocó contra la pared de arena. Cayó al suelo con mueca de dolor y se llevó la mano al pecho. Los años estaban apoderándose de su vida. "¡Abuela!" La Morena se colocó junto a ella sin perder de vista a 12, que expectante, permanecía inmóvil pensando qué hacer con ellas.

Pero la realidad era obvia, su abuela moriría, 12 la llevaría ante la justicia o incluso emplearía él su propia condena. Agarró el carrete y empezó a correr. La Abuela la siguió con la mirada mientras su corazón dejaba de latir. Los ojos amenazantes y oscuros del agente secreto eran terroríficos.

Al final la vieja murió y 12 abrazó a Canela. Todo era real pero estaban juntos y eso era lo que realmente le importaba. Volvió a pensar en Carla y en sus ojos azules. El sol se ponía en el horizonte.


viernes, 25 de enero de 2013

El primer amanecer

Alba era una niña de rostro pálido y cabellos dorados como las piedras que se encontraban en los ríos. Guardaba en su pecho el calor que siempre la impulsaba a llegar más alto que un ave, a ser más fuerte que una roca y a vivir de forma más salvaje que cualquier animal. Ese calor nunca se desprendía de ella y le ardía dentro, recorriendo su cuerpo.

Había pasado mucho tiempo desde que el sol murió. Ya nadie recordaba la vida con su luz y su calor, la única luz que ahora les acompañaba era la del fuego. Ese fuego es el que Alba sentía por dentro.

Las gentes luchaban por hacerse con las provisiones, agrupados en pequeñas aldeas. Aquella vida era peor que la vida en los polos, porque no había esperanza de que la luz un día bañara la tierra. La atmósfera se consumía así misma, ahogada por los vapores de las industrias, que explotaban el carbón y el petróleo. El mundo se ahogaba en su propia oscuridad. Era la lucha por seguir vivos, muriendo lentamente.

Alba no recordaba ni un solo día de su vida en que no hubiese tenido que pelear para seguir con vida, para alimentarse o para respirar si quiera. Era ese fuego quien la impulsaba. Y cuando se hizo adulta siguió luchando.

A lomos de “Fuego” cabalgaba bajo el oscuro manto de aquella noche eterna, no dormía, pues aunque quisiera, el calor de su pecho la hacía despertar siempre entre sudorosas pesadillas. Soñaba con una gran esfera de fuego que refulgía en el cielo, grande y hermosa, que parecía tocarla hasta sacar aquel calor que la atormentaba desde dentro.

Entre su aldea y la siguiente había un lago, no demasiado grande para ambos, y los pozos subterráneos comenzaban a secarse. Ya no había agua suficiente para los humanos y sus invernaderos. Ésta era la única esperanza de vida que les quedaba.

Fuego corrió como nunca, espoleado fuertemente para que fuera más rápido que el viento. Alba sentía el aire en su rostro pero no el frío. El fuego por dentro le ardía en el pecho y su sangre era como la lava de un volcán.

Todo alrededor estaba muerto, un desierto que ya no recordaba guardar vida en sus laderas. Los hombres y las mujeres sacaron sus espadas y lucharon hasta la muerte. Sus armas estaban hastiadas, casi fragmentadas por el uso intenso y la vejez de sus hojas.

Alba luchaba sin juicio ni prudencia, era una asesina despiadada, aunque luchaba por liberar el fuego más que por sobrevivir. Pocos quedaban a su alrededor que siguieran en pie, la guerra había acabado pero fue la más sangrienta que recordaba. Eso le hizo preguntarse hasta qué punto era útil luchar por sobrevivir si cada vez eran menos los que salían con vida.

Entonces sintió algo que no había sentido jamás, el fuego quería salir, salir de ella, pero para siempre, sin su cuerpo. Sin pensárselo dos veces cogió una daga y la clavó en su pecho. Era la daga de su padre, que la había protegido siempre y ese día le arrancaba la vida.

De su pecho sacó una pequeña esfera de fuego, un pequeño sol que no le quemó las manos sino que le dio una cálida sensación de paz. Caminó hasta la orilla de una playa y allí la dejó flotando.

Su cuerpo se apagaba lentamente mientras la esfera se alejaba hacia el horizonte, hasta que desapareció. Alba había muerto con la visión de su calor que se alejaba. Ya no era más fuerte que una roca, ni volvería a llegar más alto que un ave. El calor se había apagado pero murió con una sonrisa en su rostro porque al fin se sintió libre como un animal salvaje.

Las gentes dormían agotadas por la batalla y tras varias horas un enorme y deslumbrante sol apareció en el horizonte y bañó la tierra con su luz y su calor. No pasó mucho tiempo hasta que las primeras señales de vida comenzaron a aparecer. Con el tiempo, el planeta recuperó la vida que se había ido. Alba había nacido con el nuevo sol en su corazón y lo ofreció al mundo para que al fin, las muertes de tantos cobraran sentido.


jueves, 24 de enero de 2013

El águila de Poniente

En las tierras de las altas montañas y picos nevados, en esos lugares donde la niebla se extiende como un gran mar y el viento la mece como mece las olas, en una zona donde el hombre y las especies convivían y sobrevivían, habitaba en un poblado Kayla, una joven de tez morena y cabellos oscuros como la noche pero con ojos grises brillantes como la luz en la nieve.

Kayla era grácil como una pluma e inteligente como su abuelo, el sabio Leknlos, muerto hace tiempo, y sería dentro de poco, la guía de su tribu, pues así lo habían decidido los espíritus de las montañas.

Estos espíritus no eran como otros, que se comunicaban a través de huesos, sangre u otros artilugios. Los espíritus se comunicaban de forma directa con los sabios, siguiendo el camino que su animal guía le marcaba. Su abuelo siempre le decía a Kayla: -Tu guía será el águila, lo verás Kayla, verás cómo llegará a través de las nubes.

Pero Kayla no lo creía, sabía que las águilas habían abandonado ese inhóspito lugar hacía tiempo, hacía años, antes incluso de que Leknlos naciera. Le preocupaba no ser una buena guía para su gente, no ser tan sabia como su abuelo.

Por fin llegó la luna nueva, la oscuridad más absoluta y comenzó la búsqueda de su espíritu guía. Buscó lagartijas, lobos, íbices, halcones… Ningún ser viviente salvo ella parecía estar vivo en el mundo. Todo era silencio, oscuridad, soledad. Pasaban las horas y su preocupación aumentaba. No encontraría un águila, de eso estaba segura, pero tenía que seguir intentándolo aunque ya no le quedaran fuerzas.

Pasaron siete días, en los que descubrió hermosas grutas de hielo, lagos congelados parecidos a enormes espejos del cielo, nuevos horizontes por los que el sol se escurría cada atardecer. Pero ningún animal salió a su paso, mucho menos un águila.

Kayla estaba desesperada, pronto la luna volvería a ser completa y tendría que volver al poblado. Sin un guía el poblado estaría perdido, significaría que los espíritus les habían abandonado. Sin la protección de los espíritus, se podían dar por muertos, no es fácil sobrevivir en un lugar donde el frío cala los huesos y la humedad enfría las prendas, un lugar donde escasea el alimento y el fuego, donde el sol no es sino una esfera brillante cuyo reflejo en la nieve les ciega al bajar la vista a un frío y blanco suelo.

No dejaría que eso ocurriera, los espíritus no les habían abandonado, solo la estaban retando mental y físicamente, así demostraría que sería una buena guía. Así lo creía ella.

Pasó la noche en una cueva abandonada por algún oso ¿habían abandonado aquellas tierras también los osos? Carne de íbice, caldo de íbice, íbice tostado a la piedra… Cansada del mismo alimento y ahora lo echaba de menos. Tenía hambre ¿cuántos días llevaba sin comer? Había perdido la cuenta.

Se quedó dormida pensando en el calor de su cabaña mientras se tapaba los pies con su manta de piel. No encontró madera y por lo tanto, no habría fuego esa noche. El sol entró como un torrente a través del hueco en aquella escabrosa montaña, Kayla despertó sobresaltada, cegada por la luz mañanera del sol que parecía que le gritaba desde fuera: ¡despierta, despierta, despierta!

Enrolló la estela de piel y la metió en su mochila. Estaba enfadada por no haber comido, por haber pasado frío, por no encontrar a su animal guía, por el sol que la despertó… habría preferido seguir durmiendo, dormir y no despertar nunca. En una semana tendría que volver a su poblado y contarles que no sería la guía, no habría guía.

Se colocó en la entrada de la cueva para estirar sus músculos antes de comenzar a andar, inclinó la cabeza hacia atrás y estiró los brazos, y en el techo de la cueva vio el reflejo de una luz, del tamaño de su puño. Se giró rápidamente, pues su curiosidad quería que buscara aquel hueco en la pared. Se adentró en la cueva, cada vez más profunda, cada vez más estrecha.

Había humedad allí dentro, las estalactitas goteaban agua fresca. Llenó su odre con aquel agua tan pura. Siguió adentrándose y una hora después consiguió descubrir a lo lejos el otro lado de la cueva, y una tenue luna creciente que desaparecía en la mañana.

Salió de la montaña y descubrió una próvida llanura de verde hierba. El aire olía a fresco. El aire era cálido. El aire era una suave manta que la rodeaba de vida, calor y aromas nuevos. Estaba muy lejos de su poblado, se dio cuenta que durante la noche, caminando sin rumbo, se había dirigido muy al sur, al otro lado de las montañas nevadas.

Escuchó un chillido nuevo para ella, pero que ya había oído en sus sueños. Aquello no era un sueño, era real y tenía que descubrir quién era el autor de aquel sonido. Se alejó de las montañas, se quitó sus botas de piel y corrió descalza sobre la hierba, la sensación era placentera.

Una sombra tapó momentáneamente el sol, una y otra vez, y escuchó de nuevo el chillido a lo lejos. Miró al cielo, ya era mediodía. Bajó la vista, cegada por la lumbre natural. Escuchó de nuevo el chillido detrás de ella. Se giró. Era un águila.

Un hermoso águila surcaba el cielo con total naturalidad, llevado por las corrientes de aire. Era real. Era su guía.

Una voz atravesó su mente y se hizo parte de ella instantáneamente, como si hubiesen nacido en el mismo cuerpo, unidos desde siempre. El águila le habló de sus tierras, de cómo las águilas y otras criaturas las habían abandonado para vivir en las perennes llanuras y que el hombre debía seguir el mismo camino.

Y desde lo alto, el águila guió a Kayla a reencontrarse con su pueblo, y como sabia, como guía, como su jefa, los guió a las nuevas tierras. Una tierra próspera donde proliferaron y demostraron su confianza a los espíritus.

Así había sido siempre y así seguiría siendo.


La Luna y el Océano

Al principio de los tiempos, cuando todos los espíritus caminaban sobre La Tierra con forma humana, existió un amor tan grande como el universo, el de Praengh y su amada, la hermosa Emmargor.

Emmargor era el espíritu de las aguas, y gustaba de peinar sus cabellos junto algún río y todos los peces estaban enamorados de sus ojos aguamarina, del brillo de su piel, como si miles de minúsculas gotitas la hubieran salpicado, enamorados de sus cantos de sirena.

Pero el corazón de Emmargor pertenecía a Praengh, el cuidador de la vida. Praengh recorría todos los días la totalidad de la superficie terrestre para asegurarse de que todos los seres vivían felices y en paz, por eso ninguno de ellos sentía envidia por el amor que Emmargor profesaba hacia él.

Excepto Kresgor, el espíritu del fuego, fuerte, rencoroso, enamorado del espíritu del mar y anhelaba poder tocarla, envidiando a Praengh por esta razón.

Un día Kresgor llamó a Emmargor para que se acercara a sus tierras, al lugar donde el fuego brotaba del suelo, el hogar de los volcanes. Cuando ella quiso darse cuenta del calor que aquella zona desprendía fue demasiado tarde y su cuerpo se fue deshaciendo lentamente, hasta que al final sólo era agua.

Cuando Praengh volvió aquella noche descubrió el mar y reconoció el brillo de los ojos de Emmargor.

Tan apenado quedó que comenzó a descuidar los seres del planeta, olvidándose de su cometido porque sólo podía pensar en su amada. Así que los otros espíritus encerraron el alma de Praengh en una esfera de roca y la lanzaron al cielo, y desde allí observa Praengh a su amada sin poder tocarla siquiera.


miércoles, 23 de enero de 2013

Piel Canela

2ª Parte

Dos objetos llamaron la atención de las chicas, la Abuela sostenía en sus manos unas viejas tijeras de coser y la otra muchacha un carrete de cordón grueso color negro. Se fijaron en 12, muy diferente ahora del que habían visto salvarlas de aquella increíble marabunta, con la cabeza baja mirando al suelo, sentado en aquel pequeño salón quejumbroso y oscuro, en el sillón más alejado de la puerta, como atrapado en una jaula. Las mujeres, una a cada lado, sentada en los otros dos sillones laterales lo miraban con una sonrisa, con el sentimiento de saber que aquel hombre era una rata que les pertenecía. Entonces 12 estiró su mano derecha y dejó ver que bajo su manga un trozo de aquel cordel negro le rodeaba la muñeca, dejando colgar un trozo a modo de correa.

Mientras la joven muchacha le cortaba el cordel viejo de su mano y la Abuela se acercaba por el otro lado para amarrarle un nuevo trozo de cordel del mismo modo que el anterior, ésta escupió unas pocas palabras que dejó ver su desgastada dentadura amarilla: “Renovar la cuerda es que nos perteneces”, “No lo olvides, tu vida a nuestro servicio” aclaró la Morena.

Carla y Canela, al otro lado de la ventana, pensaban qué podría haber ocurrido para que un hombre tan grande y fuerte como 12 se viera obligado a regalar su vida a un par de gitanas harapientas. Había dado la noche tras esa ventana cuando por fin 12 se levantó del sillón, con la misma expresión de tristeza y preocupación con la que había estado toda la tarde. No podían soportarlo más, un impulso las llevó a ponerse frente a la puerta de la entrada cuando las gitanas la abrieron para dejar escapar a su “rehén”, y las vieron allí delante plantadas, una sonrisa de malicia se les iluminó en la cara y la expresión de 12 también se acentuó. Las hicieron entrar, preguntaron lo que querían saber y las gitanas respondieron.

Pasaron unas dos horas cuando terminaron de hablar y, a pesar de que aparentemente nada malo había ocurrido en aquella habitación, cuando dieron un paso para salir de la casucha fea en la que se encontraban sintieron como un enorme pesar se les echaba encima, 12 bajó aún más la cabeza. La puerta se cerró detrás de ellos, vieron como a un par de metros, los hombres que habían estado jugando al baloncesto toda la tarde pararon para mirar con odio a los que salían de la casa de las gitanas. Bajaron los tres escalones que les separaba del suelo y 12 las agarró del hombro, ellas se volvieron y vieron unos ojos casi llorosos: “Escuchadme, pase lo que pase no volváis más a este lugar, lo que ocurre está muy por encima de vuestras posibilidades. Yo estaré bien”.

Carla y Canela empezaron a caminar, intentando recordar por dónde habían venido, pero tanta fue la curiosidad con la que caminaban que ya no recordaban por dónde habían pasado. Caminaron entre un montón de calles oscuras hasta que sin saber cómo, llegaron de nuevo a la gasolinera, justo donde habían visto por primera vez a 12, a un lado de la gasolinera, pero esta vez ya no había nadie, era como si lo ocurrido no hubiese sucedido nunca. Ninguna sabía qué pensar, estaban desconcertadas, ¿había sido real o sólo un sueño? Volvieron a sus casas solas, con aquella duda en sus cabezas.

Al día siguiente Canela volvió al lugar de la noche anterior, algo la empujaba a averiguar si 12 existió de verdad, porque si era así necesitaba ayuda. Partió desde la cafetería La Imperial intentando reconstruir sus pasos de aquella noche; al fin llegó al descampado donde estaban jugando los hombres de raza afroamericana, al igual que el día anterior, bajo el caluroso sol del mediodía, parecía como si fuese al mediodía cuando se abría la puerta a aquel horrible lugar apartado de la mano de Dios, y por la noche cuando se abría la de salida.

Canela se dirigió a la casa de las gitanas y cuando se acercó a la puerta ésta se abrió de repente, como si las gitanas supieran ya desde antes que ella iba a estar ahí, detrás de la puerta, justo en ese instante. Canela sintió como una extraña fuerza la empujaba a sentarse en el mismo sillón donde lo había hecho 12 el día anterior, y fue la misma expresión de preocupación y tristeza la que se dibujó en su cara. Pasaron las horas con ella atrapada allí dentro.

De noche se escuchó un ruido, no un ruido cualquiera, era un estruendo espantoso, después se escuchó otro y cada vez eran más seguidos. Centenares de bombas caían del cielo, se oían los gritos de las personas, ya no había nadie en la cancha de baloncesto, las tres mujeres salieron corriendo de la casa sin saber a dónde dirigirse. El pánico se apoderó de la ciudad.