miércoles, 8 de mayo de 2013

La Chica Dragón

Sucedió hace cientos de años en un  lugar extraño un suceso extraño. Fue en un valle áspero, de tierra rojiza y aire cargado, bien protegido de males ajenos, rodeado de volcanes dormidos que muy de vez en cuando soltaban una bocanada oscura de sus pulmones de azufre. Sus habitantes andaban descalzos con callosidades en los pies, negros, quemados por el calor, y a pesar del fuego no sentían el calor, los niños allí nacidos tenían la piel dura que rara vez se rasgaba o arañaba. La gente era fuerte como escamas de dragón.
        En una extraña noche, donde la luna no era más que un anillo de luz con fondo oscuro e interior oscuro, la reina dio a luz un huevo. El huevo era dorado, de dos palmos de diámetro, tenía incrustaciones de escamas plateadas y brillaba como una hermosa joya. Supieron en seguida que se trataba de un huevo de dragón, leyendas había muchas sobre aquellas criaturas pero jamás se había vuelto a ver ninguna y por respeto o por miedo fue conservado entre almohadones en una sala del castillo, pero como el suceso fue tan extraño nadie habló de él.
        Pasaron algunos meses, en los que el huevo fue olvidado en aquella alejada sala a la que nadie entraba pero en un amanecer rojo como la sangre un volcán explotó y mientras los habitantes del reino sacaban agua de los pozos subterráneos para apagar la ira del fuego, empezó a arder el ala oeste del castillo, allí se encontraba el hermoso huevo dorado.
        Una vez se calmó el volcán, el fuego pudo ser controlado y la reina corrió a descubrir el destino de su hermoso huevo. La habitación entera había ardido y el pasillo se había teñido de negro carbón, la reina cogió entre sus manos el huevo, que ya no era dorado sino negro, oscuro y feo, temieron la ira del dragón y que éstos volvieran pero algo extraño sucedió. La cáscara comenzó a romperse, de su interior eclosionó una niña pequeña, rubia de ojos claros con la piel tersa y fina, al ponerla en el suelo comenzó a llorar y vieron quemaduras en sus pies. No era hija del Valle de Fuego, no aguantaría el calor.
        A pesar de todo, seguía siendo la niña del huevo y la hija del rey, aunque fuera desde las alturas, el trono le correspondía, así que construyeron para ella una alta torre, que sobresalía por encima del más alto volcán y allí el aire era puro y limpio.
       Unos años después llegó la desgracia, el volcán volvió a explotar y esta vez lo siguieron todos los demás. El valle quedó cubierto de lava y sobresalía en medio de aquel espeso mar, una torre. La princesa lloraba: qué sería ahora de ella, quién la iba a cuidar. Para colmo de sus males, volvieron los dragones. Ella conocía las viejas historias, su madre se las había contado, eran feroces criaturas que escupían fuego por sus fauces y ningún temor tenían, pues su magia los protegía.
       Pasaron varios días en los que ni siquiera salió de su cama, había sentido a un dragón posarse en su tejado y lo había visto surcar el cielo con sus alas negras. En alguna ocasión éste asomó la cabeza y rugió a la princesa pero apenas cabía ni la mitad de su boca por la ventana. Sus colmillos eran terribles, oscuros también, salvo su lengua que era violeta y los ojos de carmesí, todo el dragón era la misma noche.
       En uno de esos días, la princesa apreció un patrón, el dragón volvía por las noches, gruñía por su ventana y luego se iba, cuando volvía la miraba, aparecía su gran ojo y la observaba, después se iba y desde el tejado gruñía de nuevo hasta que se dormía. Poco a poco, la princesa dejó de tenerle terror, se asomaba a la ventana e incluso le hablaba al dragón y los patrones siempre se repetían. No le hacía daño e incluso parecía que la fiera le sonreía.
        Comenzó a acariciarlo, éste se dejaba acariciar y aunque había más dragones, éstos la ignoraban. El Dragón Negro les rugía y desaparecían, o trazaban círculos en el cielo, o envolvían la torre de nubes, o cantaban mirando la luna. Y fuera como fuese, comenzó a amar a los dragones y los comprendía. Se atrevió en una de esas a lanzarse al vacío y su dragón fue a su encuentro, la recogió en su espalda y surcaron el cielo. Poco a poco comenzó a descender y ella temió el fuego pero la lava estaba fría y lisa, su tacto fue suave y el único calor lo produjo el sol, a su alrededor se posaron los dragones: uno era rojo con los ojos anaranjados, otro púrpura con alas rosadas, otro era verde con reflejos amarillos, había también un dragón azul, otro plateado, un dragón dorado pero ninguno era negro. Todos inclinaron la cabeza ante ella y para su asombro, apareció un joven con el cabello oscuro como la noche.
        Cientos de años atrás habían quedado desde que los dragones abandonaron el valle y el motivo había sido el nacimiento de un niño. Una fría mañana, los volcanes se habían dormido y una dragona dio a luz un niño.


jueves, 2 de mayo de 2013

El Dragoncito

Había una vez una dragona que vivía en un valle muy bonito, situado entre dos montañas coronadas de nieve. En el valle había un campo de flores de muchos colores y todos los animales que allí vivían eran muy felices, excepto la dragona. Y es que esta dragona quería un dragoncito, y todas las noches esperaba que una cigüeña le trajera de París un bebé dragón. Pero siempre amanecía sin que apareciera la cigüeña.
Mamá dragona estaba muy triste porque ella quería tener su dragoncito y cuidar de él, y llevarlo a jugar al campo con las ardillas y los pequeños cervatillos. Un día, Mamá dragona se desesperó y se propuso ir a París para preguntarle a la cigüeña porqué no le llevaba a su dragoncito. Así que Mamá dragona salió del valle y dejó atrás las montañas.
 Caminando se encontró con dos enormes dragones que peleaban y Mamá dragona, asustada, les preguntó por qué lo hacían. El dragón rojo, enfurecido, le dijo: “Es este dragón negro, que no quiere darme ese hueso”.
Y el dragón negro replicó enseguida: “¡Eso es mentira! La culpa la tiene el dragón rojo, que no quiere dejarme su cueva”.
Mamá dragona meditó largamente, hasta que le dijo al dragón negro: “Ese hueso es tan grande como una ballena, suficiente para alimentar a los dos durante un año ¿por qué no lo compartís?”
El dragón negro contestó: “No me parece correcto. Yo encontré ese hueso solo. No quiero compartirlo”.
Mamá dragona dijo: “Entiendo lo que dices. Buscaré otra solución”. Y Mamá dragona volvió a meditar cómo podía ayudar a dragón negro y a dragón rojo.
Y dirigiéndose al dragón rojo, le dijo: “Señor dragón ¿podría enseñarme su cueva? Sólo quiero verla, se lo prometo”.
El dragón rojo asintió, y los tres fueron a ver su cueva. La cueva era tan grande como una montaña entera y Mamá dragona quedó sorprendida. Les dijo: “Pero esta cueva es muy grande, lo suficiente para que duerman los dos ¿Por qué no la compartís?”.
El dragón rojo replicó: “No me parece correcto. Yo solo encontré esta cueva. Lo recuerdo perfectamente, era una noche de tormenta y llovía a cántaros”.
Mamá dragona volvió a decir: “Entiendo lo que dices. Buscaré otra solución”.
Entonces Mamá dragona meditó una vez más, esta vez más tiempo que las anteriores. Después de mucho meditar, Mamá dragona dijo: “¡Ahora ya encontré la solución perfecta! Los dos tienen algo que el otro quiere, y creo que si tú, dragón negro, puedes compartir tu hueso con él, el dragón rojo puede compartir la cueva contigo, y los dos seréis felices”. Y los dos dragones quedaron muy complacidos.
“¿Cómo podemos ayudarte, Señora dragona? Tú nos has ayudado a nosotros, y nos parece justo que ahora te ayudemos a ti”. Dijeron los dos dragones, que ahora eran muy felices. Mamá dragona se puso triste y les contó que ella había estado esperando mucho tiempo a que una cigüeña le trajera de París un dragoncito a quien cuidar y dar amor.
En ese momento, se oyó una pequeña vocecita que venía de detrás de unos arbustos, que decía: “No desesperes más, Señora dragona, yo soy la cigüeña que buscas. No podía llegar a tu valle porque estos dos dragones estaban peleando, y a mi me daba mucho miedo. Pero he visto lo que has hecho, y no se me ocurre una mamá mejor para este dragoncito que traigo”. Y escondido en una manta había un pequeño dragón que dormía. Era muy bonito, con escamas violetas que brillaban con los reflejos del sol.
Mamá dragona estaba muy feliz, y después de mostrarle todo su agradecimiento a la cigüeña, volvió feliz a su valle con su dragoncito, que la seguía feliz porque él también llevaba mucho tiempo esperando una mamá que lo amara.
Y junto con ellos fueron también dragón rojo y dragón negro, que ahora eran muy amigos, y todos cuidaron y jugaron con el dragoncito en aquel bonito valle, escondido entre dos montañas.


miércoles, 17 de abril de 2013

Corazón de León

Hay amantes que cantan halagos a través de una lira, otros que se miran y embelesan en las alturas de un balcón y también hay amantes que, por pena o por fortuna, mueren a causa de su amor.
El verano fue angosto, la guerra había llegado, el Rey reclamaba la soberanía de las tierras del norte, donde se alzaba valiente el pueblo de los Leones. Sus cabelleras siempre ondeando al viento, sus armas afiladas, su fuerza daba terror.
Lina era la guía de aquel pueblo libre y su corazón era frío como el hielo, sus manos fuertes como ramas y su voz era más tenaz que el rugido de un león. Encabezaba la marcha, ésta sería la decisiva, pues muchos hombres habían caído ya de ambos bandos, el destino de los pueblos se decidiría en esa batalla.
Había sido una guerra de muchos años, muchos años de muerte y muchas muertes de inocentes, y quién comenzó aquella contienda.
Veinte años atrás León Borngrab, el nacido entre los rugidos de la noche, hijo del honorable Rey Meildton desertó de su posición y amenazó al Rey, su hermano menor Meildton II. Llevaba en las venas la sangre de su madre, Lenora la dama del sur, conocida en muchos reinos no sólo por su hermosura sino también por el brío de sus actos y sus palabras, defendía su condición como defendía a su pueblo.
Lina era su vivo retrato, hermosura y bravura en un mismo cuerpo, pero el corazón se hace débil si alguien consigue alcanzarlo.
La compañía se estableció ante las puertas de la ciudadela, al amanecer la guardia real abriría sus puertas y atacaría al pueblo libre, comenzaría el fin de la gran guerra: morirían hombres libres y valientes o soldados nobles leales a su rey.
Por la noche, mientras todos dormían, el capitán de la guardia, hijo adoptivo del rey, se escabulló a través de la muralla hacia la playa, donde se encontraría con su amada. Recordó a aquel que desertó de su posición, el instigador de esa guerra, pero quién puede resistirse a los designios del corazón. Había sido un hijo tierno, un capitán compasivo y un soldado virtuoso, pero era también un amante en la sombra, un amante prohibido, un amante prófugo, un traidor.
Allí estaba ella, con su melena al viento, sus pies en la orilla del mar, la blanca espuma empapando los bajos de su falda rala. Vestida de doncella no parecía un guerrero, debían matarse y eso lo sabían pero de noche se amaban, sólo la luz de la luna los protegía.
Se abrazaron y entre suspiros escuchó de sus labios la trayectoria que su amor tomaría: Yo soy y el león y tú eres la distancia entre mi presa y yo.
Antes de besarse, antes de separarse, antes del amanecer y la muerte, él contesto: Yo soy un Rey y tú un Corazón de León.
Salió el sol como un torrente, bañó de luz el campo de batalla y antes de que se alzara al mediodía, el pueblo libre de hombres como leones se alzó vencedor. El capitán y futuro rey murió a manos de Lina, que sería proclamada auténtica reina, heredera de Lenora, desposada con Meildton, de aquel territorio.
Pero la joven reina murió, no por envenenamiento ni tampoco por lesión, fue su corazón de león la que la llevó a su perdición. Esperó a la noche, a la última luna de su amor y bajo la protección del astro lunar se lanzó al vacío, desde un acantilado al mar.
Había matado a su amado, que era a la vez su adversario. Él sujetó su mano, clavó la daga de ella en el estómago y murió para que ella triunfara. Se unieron de la peor forma pensada, de nada sirvió la batalla pues los que serían reyes estaban ahora, en su tumba de agua salada.
- Tú eres mi Rey y yo tu Corazón de León -fueron sus últimas palabras.

viernes, 5 de abril de 2013

El secreto

El sol seguía saliendo por el este, el cielo era azul y el olor a petunias del parque seguía entrando por el balcón pero no, ese día no iba a ser como los demás.
            Recibió el primer mensaje hace nueve años y casi había logrado convencerse de que aquella aventura no había sido sino un sueño de la infancia pero ahí estaba, como aquella vez, un papel de plata pegado al espejo.
            Su madre se cansó de escuchar historias sobre una lechuza parlante y un mundo extraordinario donde un color era el gobernante. Ahora vivía con su padre y lo único que echaba de menos era la visión de la Torre Eiffel desde su habitación.
            Al Rey Blanco no le gustaba que le hicieran esperar así que dejó los recuerdos del pasado para otro momento y leyó la nota: “NinaRi, pequeña NinaRi, encuentra la manzana de rubí y sálvame”.
            Era increíble, dos recuerdos de Francia en un mismo día. Ahora la llamaban Nina a secas, sin esa ridícula ‘r francesa’ que le traía recuerdos de un divorcio, una madre incrédula y un sueño infantil sobre un mundo imaginario. No, no era imaginario, era real, fantástico pero real y ahora necesitaban de nuevo su ayuda.
            Dobló el papel de plata y lo metió en el bolsillo interior de su chaqueta, se colocó ante el espejo y miró su reflejo. No, si lo hacía, lo haría bien. Revolvió en su viejo baúl buscando aquel detalle tan francés que le regaló su madre antes de desaparecer durante una semana, cuando aún eran amigas.
            Se puso su boina roja y volvió frente al espejo. Tres palmaditas al corazón, tres golpes al espejo. Estaba preparada. Cerró los ojos y extendió el brazo. No había dudas, no había miedo. NinaRi regresaba a Inversa.
            Abrió los ojos, allí estaba de nuevo, puede que nadie tuviera conocimiento de aquel maravilloso lugar pero ahí, donde estaba, ella era la heroína de todos los tiempos. Alguien la saludó desde el cielo, era Pluma, una lechuza que lo sabía todo de lo que era necesario, es decir, no sabe de algo hasta que no es necesario, esa era su habilidad.
            “Bonjour, chère amie”. No había olvidado su idioma materno, su acento fue excelente. Le habría gustado hablar más con su vieja amiga pero el tiempo apremia y la luna no tardaría en esconderse. Extendió el papel de plata en el suelo, las letras se iluminaron y apareció ante ella el “Laberinto de lo Buscado”.
            Lo recordaba como un juego pero se había hecho mayor, no era momento de ponerse a jugar, tenía suerte de que Pluma la ayudara. La guiaba a un lado o a otro, hasta que al cabo de unas horas llegó al centro del laberinto. Un gran árbol blanco y un letrero “Quise ser gigante y rozar las nubes. Quise cambiar de ambiente y favor no tuve”.
            “Es el Rey Blanco, la Bruja Roja lo transformó en árbol y desde entonces, perenne, observa las estaciones” ululó Pluma en su mente. Comprendió que la manzana de rubí era el corazón del rey pero ¿dónde encontrarlo?
            Llamó a Clandestino, su caballo, su amigo, su fiel montura. Su habilidad era detener el tiempo y así fue hasta que llegaron al Monte Sincero “¡Muéstrame montaña, dónde está la manzana!”.
            Se vio a sí misma con ocho años mordiendo una manzana de Inversa: blanca la cáscara, roja la pulpa. Era ella, con un rubí por corazón, héroe y bruja a la vez, cuya alma de niña quedó atrapada en un mundo extraño que ahora quería gobernar.
            Así fue como se detuvo el tiempo en Inversa, y eso era algo que Pluma ya sabía.

* Relato presentado al concurso de relatos hiperbreves Ma non troppo del blog 'La siguiente la pago yo'


miércoles, 13 de marzo de 2013

El ángel que cayó en la tentación


Cuentan que hace cientos de años en una tierra lejana donde no existía el dolor, los espíritus del bien convivían juntos en las tierras de las nubes, observando a los seres terrenales de cerca y compartiendo el mundo con éstos, los animales y las plantas. Todos ellos vivían felices en un jardín precioso, sin muertes ni maldad, donde no estaba permitido alimentarse porque tampoco era necesario, allí todos los seres vivos se servían de la paz y la armonía, y de la compañía de los otros seres.
La tranquilidad se quebró cuando uno de los espíritus se enamoró de un ser de la tierra, y aquello estaba prohibido porque todos debían amarse y cuidarse por igual, y nunca jamás por encima de otro ser. Pero este ser, el ángel de alas doradas no pudo resistirse a los jugosos labios de Eva, y la deseaba.
Cada tarde Eva mecía sus cabellos al viento, charlando con la serpiente del manzano y escuchaba la melodía en el aire, la música que el ángel de alas doradas tocaba para ella en una flauta dulce, y desde allá arriba la observaba sin atreverse a tocarla si quiera.
Una noche junto al lago de plata, la doncella refrescaba sus pies, envueltos en un halo de belleza y quitándose su traje de seda metióse en las aguas a embadurnar su contorno en aguas brillantes. Entonces el ángel no pudo resistirse más porque extendió sus alas de oro, y parecía que el día volvía después de la calurosa noche, bajó hasta la tierra y con la punta de su dedo índice tocó los labios de Eva, sujetó su barbilla en alto para verla y aquellos ojos verdes como esmeraldas lo perdieron para siempre.
El padre de la creación se enteró de tan tremendo despecho: la extensión de sí mismo, su más fiel creación, la parte de su esencia que pertenecía a la razón, le había traicionado. El ángel, bajando desde los cielos a la tierra firme, tocó los seres impuros creados de partículas impuras, que no habían salido en su totalidad de la esencia misma del creador. Y eso lo enfadó, condenando a los dos amantes a las calamidades del corazón.
Creó como castigo el dolor, la pena, la muerte y la deshonra. Extendió estos sentimientos a los corazones de ambos seres y por siempre jamás les hizo sufrir de tal modo que quedaron apartados de aquel jardín, aunque no en presencia pero sí en sentimiento, porque las demás criaturas ya no entendían el corazón de Eva y no atendían a la razón del ángel dorado, se había perdido para siempre la conexión con el mundo astral.
Poco a poco comenzaron a surgir las sospechas, la lujuria, el odio, el miedo, el rencor… Poco a poco los amantes dejaron de ser amantes, y poco a poco los buenos sentimientos, el amor, la dicha, la pasión… desaparecieron, y jamás se los volvió a ver.
El ángel dorado extendió sus alas y alzó sus manos al cielo, implorando perdón. El creador le permitió volver a su nube, pero como castigo lo obligó a no volver a mirar jamás la tierra, y la razón se fue con él.
A Eva, por otro lado, la castigó con la culpa. No podría volver a enlazar su mente con la de los demás seres y además, también la condenó a no poder olvidar jamás su amor. Así que Eva permaneció hasta el final de los tiempos anhelando un amor que la abandonó, mientras el amado, en su nube, la ignora mirando al cielo, donde solo podrá descubrir la unión de la luna y el sol.


El origen de los animales domésticos


Hace mucho tiempo, cuando Dios estaba creando las especies, es decir, a todos los animales que viven en la tierra, Adán, el primer hombre, le dijo a Dios:
- Señor, me encuentro solo, dame un amigo que me haga compañía.
Y Dios llamó al lobo salvaje que corría por el bosque y le dijo que hiciera llamar a su hermano manso, el perro, y lo domesticó para que viviera con el hombre.
        
Adán estuvo viviendo un tiempo con el perro, pero al cabo de unos días llamó otra vez a Dios:
         - Señor, mi perro siente hambre y yo también, dame por favor, un animal que nos dé carne.
         Y Dios, bondadoso, acudió al ciervo, el alimento del lobo en el bosque, y el ciervo le envió a su hermana mansa, la cabra, y la domesticó para que viviera con el hombre y darle su carne.
        
Adán pudo vivir un tiempo con su perro manteniéndose con la carne y la leche de la cabra, pero al cabo de unos días llamó otra vez a Dios:
         - Señor, la carne de la cabra estaba sabrosa, pero necesito un animal más grande, mi perro y yo tenemos el hambre de un león.
         Dios, una vez más, acudió al león y le pidió un búfalo, la carne de la que él se alimentaba, viviendo salvaje en la savanah. En cambio, el león le ofreció a la vaca, que era mansa. Y Dios la domesticó para dársela a Adán.

         Adán y el perro vivieron juntos un tiempo, alimentándose de la carne y la leche que la cabra y la vaca le proporcionaban. Pero al cabo de unos días llamó otra vez a Dios:
         - Señor, he cogido estos huevos de codorniz para alimentarme pero son muy pequeños y esta ave muy salvaje, por lo que rara vez me la encuentro.
         Y Dios hizo llamar a la gallina, que era un ave mayor que la codorniz, y la domesticó para que viviera con el hombre.

Adán pudo vivir mucho tiempo manteniéndose con la carne, la leche y los huevos de los animales que Dios había domesticado para él, pero un día llamó a Dios otra vez:
- Señor, he intentado domesticar al avestruz para que me dé huevos mayores que los de la gallina, pero si lo dejo libre desea escapar y no quedarse conmigo como la gallina.
Y Dios respondió:
- Claro Adán, he creado salvaje al avestruz y aunque tú lo domestiques para que viva contigo, siempre será salvaje en su interior.
- Pero Señor, -dijo Adán- he intentado domesticar a la serpiente para que viva conmigo pero si la dejo libre me intenta atacar.
Y Dios respondió:
- Claro Adán, he creado salvaje a la serpiente y aunque tú la domestiques para que viva contigo, siempre será salvaje en su interior.
- Pero Señor, -replicó Adán- he intentado domesticar al ave para que cante para mi pero si lo dejo libre, desea escapar.
Y Dios respondió:
-Claro Adán, he creado a las aves salvajes y aunque tú las encierres en jaulas, siempre serán salvajes en su interior.

Y Adán comprendió que Dios había domesticado muchos animales para él para que le hicieran la vida más fácil, como: el perro, la cabra, la vaca, la gallina… que necesitaban al hombre para que les diera cobijo y alimento.
         Pero también comprendió que había otros muchos animales que vivían felices siendo salvajes, sin el hombre, en los bosques, selvas, desiertos… y que aunque el hombre los atrapara y domesticase, seguirían siendo salvajes en su interior, como lo eran: el lobo, el león, el ciervo y todas las aves y los animales del mar.


lunes, 28 de enero de 2013

Piel Canela

Fin

Canela abrió los ojos con dificultad, estaba en una playa, cerca de la orilla. Su mente se aclaró y vio a la Morena, tumbada junto a ella, con una dulce sonrisa. Sus ojos verdes la miraban, radiantes. Había estado observándola todo el tiempo, mientras dormía, sólo recordaba haberse desplomado en aquella casucha sucia y fea.

Se levantó y miró a su alrededor, varios grupos de personas se repartían por la playa, el malestar y la preocupación eran palpables. Colinas de humo se extendían a lo lejos, desde la ciudad. El color del cielo era anaranjado, el aire pesado, las esperanzas pocas.

¿Qué habría sido de Carla?

Su pensamiento fue interrumpido por un tacto suave, alguien que sujetaba su delicado cuerpo y la ayudó a ponerse en pie. "Acompáñame" su voz era placentera y su mente estaba tan turbia que no pudo pensar, sólo la siguió.

Algunas personas habían creado pequeñas tiendas a los pies de la colina, buscando cobijo, en uno de ellos estaba la Abuela. Un carrete de hilo negro en una mano. Unas tijeras en la otra. Hacia ahí se dirigían. Quiso detenerse pero sus piernas no respondieron, su mente no mandó la orden de detenerse. Estaba adormilada.

La Morena cogió su mano y la estiró hacia la vieja. En cuanto acabara el día, su libertad habría acabado, sería una sirviente más de aquel par de gitanas. Las arrugadas manos de la Abuela sujetaban un trozo de hilo y se acercaban a su muñeca. Nadie la retenía allí, solo el miedo.

Entonces una mano más apareció ante la anestesiada visión de Canela. No era fina y joven, ni huesuda y seca. Era fuerte, ancha, poderosa. Agarró a la vieja y la hizo ponerse de rodillas. "Me quitaste la libertad, vieja pero no me quitarás el corazón".

12 se interpuso entre Canela y las dos mujeres. Su cara ya no demostraba preocupación, ahora irradiaba odio e ira. Su expresión demostraba lo que realmente era, un hombre fuerte y valiente. Sin embargo, las caras de aquellas malnacidas que tanto tiempo lo habían sometido, se tornaron en miedo y duda.

Sus pequeños cuerpos se estremecían y temblaban. La Abuela empezó a andar hacia atrás con el rostro descompuesto y chocó contra la pared de arena. Cayó al suelo con mueca de dolor y se llevó la mano al pecho. Los años estaban apoderándose de su vida. "¡Abuela!" La Morena se colocó junto a ella sin perder de vista a 12, que expectante, permanecía inmóvil pensando qué hacer con ellas.

Pero la realidad era obvia, su abuela moriría, 12 la llevaría ante la justicia o incluso emplearía él su propia condena. Agarró el carrete y empezó a correr. La Abuela la siguió con la mirada mientras su corazón dejaba de latir. Los ojos amenazantes y oscuros del agente secreto eran terroríficos.

Al final la vieja murió y 12 abrazó a Canela. Todo era real pero estaban juntos y eso era lo que realmente le importaba. Volvió a pensar en Carla y en sus ojos azules. El sol se ponía en el horizonte.


viernes, 25 de enero de 2013

El primer amanecer

Alba era una niña de rostro pálido y cabellos dorados como las piedras que se encontraban en los ríos. Guardaba en su pecho el calor que siempre la impulsaba a llegar más alto que un ave, a ser más fuerte que una roca y a vivir de forma más salvaje que cualquier animal. Ese calor nunca se desprendía de ella y le ardía dentro, recorriendo su cuerpo.

Había pasado mucho tiempo desde que el sol murió. Ya nadie recordaba la vida con su luz y su calor, la única luz que ahora les acompañaba era la del fuego. Ese fuego es el que Alba sentía por dentro.

Las gentes luchaban por hacerse con las provisiones, agrupados en pequeñas aldeas. Aquella vida era peor que la vida en los polos, porque no había esperanza de que la luz un día bañara la tierra. La atmósfera se consumía así misma, ahogada por los vapores de las industrias, que explotaban el carbón y el petróleo. El mundo se ahogaba en su propia oscuridad. Era la lucha por seguir vivos, muriendo lentamente.

Alba no recordaba ni un solo día de su vida en que no hubiese tenido que pelear para seguir con vida, para alimentarse o para respirar si quiera. Era ese fuego quien la impulsaba. Y cuando se hizo adulta siguió luchando.

A lomos de “Fuego” cabalgaba bajo el oscuro manto de aquella noche eterna, no dormía, pues aunque quisiera, el calor de su pecho la hacía despertar siempre entre sudorosas pesadillas. Soñaba con una gran esfera de fuego que refulgía en el cielo, grande y hermosa, que parecía tocarla hasta sacar aquel calor que la atormentaba desde dentro.

Entre su aldea y la siguiente había un lago, no demasiado grande para ambos, y los pozos subterráneos comenzaban a secarse. Ya no había agua suficiente para los humanos y sus invernaderos. Ésta era la única esperanza de vida que les quedaba.

Fuego corrió como nunca, espoleado fuertemente para que fuera más rápido que el viento. Alba sentía el aire en su rostro pero no el frío. El fuego por dentro le ardía en el pecho y su sangre era como la lava de un volcán.

Todo alrededor estaba muerto, un desierto que ya no recordaba guardar vida en sus laderas. Los hombres y las mujeres sacaron sus espadas y lucharon hasta la muerte. Sus armas estaban hastiadas, casi fragmentadas por el uso intenso y la vejez de sus hojas.

Alba luchaba sin juicio ni prudencia, era una asesina despiadada, aunque luchaba por liberar el fuego más que por sobrevivir. Pocos quedaban a su alrededor que siguieran en pie, la guerra había acabado pero fue la más sangrienta que recordaba. Eso le hizo preguntarse hasta qué punto era útil luchar por sobrevivir si cada vez eran menos los que salían con vida.

Entonces sintió algo que no había sentido jamás, el fuego quería salir, salir de ella, pero para siempre, sin su cuerpo. Sin pensárselo dos veces cogió una daga y la clavó en su pecho. Era la daga de su padre, que la había protegido siempre y ese día le arrancaba la vida.

De su pecho sacó una pequeña esfera de fuego, un pequeño sol que no le quemó las manos sino que le dio una cálida sensación de paz. Caminó hasta la orilla de una playa y allí la dejó flotando.

Su cuerpo se apagaba lentamente mientras la esfera se alejaba hacia el horizonte, hasta que desapareció. Alba había muerto con la visión de su calor que se alejaba. Ya no era más fuerte que una roca, ni volvería a llegar más alto que un ave. El calor se había apagado pero murió con una sonrisa en su rostro porque al fin se sintió libre como un animal salvaje.

Las gentes dormían agotadas por la batalla y tras varias horas un enorme y deslumbrante sol apareció en el horizonte y bañó la tierra con su luz y su calor. No pasó mucho tiempo hasta que las primeras señales de vida comenzaron a aparecer. Con el tiempo, el planeta recuperó la vida que se había ido. Alba había nacido con el nuevo sol en su corazón y lo ofreció al mundo para que al fin, las muertes de tantos cobraran sentido.


jueves, 24 de enero de 2013

El águila de Poniente

En las tierras de las altas montañas y picos nevados, en esos lugares donde la niebla se extiende como un gran mar y el viento la mece como mece las olas, en una zona donde el hombre y las especies convivían y sobrevivían, habitaba en un poblado Kayla, una joven de tez morena y cabellos oscuros como la noche pero con ojos grises brillantes como la luz en la nieve.

Kayla era grácil como una pluma e inteligente como su abuelo, el sabio Leknlos, muerto hace tiempo, y sería dentro de poco, la guía de su tribu, pues así lo habían decidido los espíritus de las montañas.

Estos espíritus no eran como otros, que se comunicaban a través de huesos, sangre u otros artilugios. Los espíritus se comunicaban de forma directa con los sabios, siguiendo el camino que su animal guía le marcaba. Su abuelo siempre le decía a Kayla: -Tu guía será el águila, lo verás Kayla, verás cómo llegará a través de las nubes.

Pero Kayla no lo creía, sabía que las águilas habían abandonado ese inhóspito lugar hacía tiempo, hacía años, antes incluso de que Leknlos naciera. Le preocupaba no ser una buena guía para su gente, no ser tan sabia como su abuelo.

Por fin llegó la luna nueva, la oscuridad más absoluta y comenzó la búsqueda de su espíritu guía. Buscó lagartijas, lobos, íbices, halcones… Ningún ser viviente salvo ella parecía estar vivo en el mundo. Todo era silencio, oscuridad, soledad. Pasaban las horas y su preocupación aumentaba. No encontraría un águila, de eso estaba segura, pero tenía que seguir intentándolo aunque ya no le quedaran fuerzas.

Pasaron siete días, en los que descubrió hermosas grutas de hielo, lagos congelados parecidos a enormes espejos del cielo, nuevos horizontes por los que el sol se escurría cada atardecer. Pero ningún animal salió a su paso, mucho menos un águila.

Kayla estaba desesperada, pronto la luna volvería a ser completa y tendría que volver al poblado. Sin un guía el poblado estaría perdido, significaría que los espíritus les habían abandonado. Sin la protección de los espíritus, se podían dar por muertos, no es fácil sobrevivir en un lugar donde el frío cala los huesos y la humedad enfría las prendas, un lugar donde escasea el alimento y el fuego, donde el sol no es sino una esfera brillante cuyo reflejo en la nieve les ciega al bajar la vista a un frío y blanco suelo.

No dejaría que eso ocurriera, los espíritus no les habían abandonado, solo la estaban retando mental y físicamente, así demostraría que sería una buena guía. Así lo creía ella.

Pasó la noche en una cueva abandonada por algún oso ¿habían abandonado aquellas tierras también los osos? Carne de íbice, caldo de íbice, íbice tostado a la piedra… Cansada del mismo alimento y ahora lo echaba de menos. Tenía hambre ¿cuántos días llevaba sin comer? Había perdido la cuenta.

Se quedó dormida pensando en el calor de su cabaña mientras se tapaba los pies con su manta de piel. No encontró madera y por lo tanto, no habría fuego esa noche. El sol entró como un torrente a través del hueco en aquella escabrosa montaña, Kayla despertó sobresaltada, cegada por la luz mañanera del sol que parecía que le gritaba desde fuera: ¡despierta, despierta, despierta!

Enrolló la estela de piel y la metió en su mochila. Estaba enfadada por no haber comido, por haber pasado frío, por no encontrar a su animal guía, por el sol que la despertó… habría preferido seguir durmiendo, dormir y no despertar nunca. En una semana tendría que volver a su poblado y contarles que no sería la guía, no habría guía.

Se colocó en la entrada de la cueva para estirar sus músculos antes de comenzar a andar, inclinó la cabeza hacia atrás y estiró los brazos, y en el techo de la cueva vio el reflejo de una luz, del tamaño de su puño. Se giró rápidamente, pues su curiosidad quería que buscara aquel hueco en la pared. Se adentró en la cueva, cada vez más profunda, cada vez más estrecha.

Había humedad allí dentro, las estalactitas goteaban agua fresca. Llenó su odre con aquel agua tan pura. Siguió adentrándose y una hora después consiguió descubrir a lo lejos el otro lado de la cueva, y una tenue luna creciente que desaparecía en la mañana.

Salió de la montaña y descubrió una próvida llanura de verde hierba. El aire olía a fresco. El aire era cálido. El aire era una suave manta que la rodeaba de vida, calor y aromas nuevos. Estaba muy lejos de su poblado, se dio cuenta que durante la noche, caminando sin rumbo, se había dirigido muy al sur, al otro lado de las montañas nevadas.

Escuchó un chillido nuevo para ella, pero que ya había oído en sus sueños. Aquello no era un sueño, era real y tenía que descubrir quién era el autor de aquel sonido. Se alejó de las montañas, se quitó sus botas de piel y corrió descalza sobre la hierba, la sensación era placentera.

Una sombra tapó momentáneamente el sol, una y otra vez, y escuchó de nuevo el chillido a lo lejos. Miró al cielo, ya era mediodía. Bajó la vista, cegada por la lumbre natural. Escuchó de nuevo el chillido detrás de ella. Se giró. Era un águila.

Un hermoso águila surcaba el cielo con total naturalidad, llevado por las corrientes de aire. Era real. Era su guía.

Una voz atravesó su mente y se hizo parte de ella instantáneamente, como si hubiesen nacido en el mismo cuerpo, unidos desde siempre. El águila le habló de sus tierras, de cómo las águilas y otras criaturas las habían abandonado para vivir en las perennes llanuras y que el hombre debía seguir el mismo camino.

Y desde lo alto, el águila guió a Kayla a reencontrarse con su pueblo, y como sabia, como guía, como su jefa, los guió a las nuevas tierras. Una tierra próspera donde proliferaron y demostraron su confianza a los espíritus.

Así había sido siempre y así seguiría siendo.


La Luna y el Océano

Al principio de los tiempos, cuando todos los espíritus caminaban sobre La Tierra con forma humana, existió un amor tan grande como el universo, el de Praengh y su amada, la hermosa Emmargor.

Emmargor era el espíritu de las aguas, y gustaba de peinar sus cabellos junto algún río y todos los peces estaban enamorados de sus ojos aguamarina, del brillo de su piel, como si miles de minúsculas gotitas la hubieran salpicado, enamorados de sus cantos de sirena.

Pero el corazón de Emmargor pertenecía a Praengh, el cuidador de la vida. Praengh recorría todos los días la totalidad de la superficie terrestre para asegurarse de que todos los seres vivían felices y en paz, por eso ninguno de ellos sentía envidia por el amor que Emmargor profesaba hacia él.

Excepto Kresgor, el espíritu del fuego, fuerte, rencoroso, enamorado del espíritu del mar y anhelaba poder tocarla, envidiando a Praengh por esta razón.

Un día Kresgor llamó a Emmargor para que se acercara a sus tierras, al lugar donde el fuego brotaba del suelo, el hogar de los volcanes. Cuando ella quiso darse cuenta del calor que aquella zona desprendía fue demasiado tarde y su cuerpo se fue deshaciendo lentamente, hasta que al final sólo era agua.

Cuando Praengh volvió aquella noche descubrió el mar y reconoció el brillo de los ojos de Emmargor.

Tan apenado quedó que comenzó a descuidar los seres del planeta, olvidándose de su cometido porque sólo podía pensar en su amada. Así que los otros espíritus encerraron el alma de Praengh en una esfera de roca y la lanzaron al cielo, y desde allí observa Praengh a su amada sin poder tocarla siquiera.


miércoles, 23 de enero de 2013

Piel Canela

2ª Parte

Dos objetos llamaron la atención de las chicas, la Abuela sostenía en sus manos unas viejas tijeras de coser y la otra muchacha un carrete de cordón grueso color negro. Se fijaron en 12, muy diferente ahora del que habían visto salvarlas de aquella increíble marabunta, con la cabeza baja mirando al suelo, sentado en aquel pequeño salón quejumbroso y oscuro, en el sillón más alejado de la puerta, como atrapado en una jaula. Las mujeres, una a cada lado, sentada en los otros dos sillones laterales lo miraban con una sonrisa, con el sentimiento de saber que aquel hombre era una rata que les pertenecía. Entonces 12 estiró su mano derecha y dejó ver que bajo su manga un trozo de aquel cordel negro le rodeaba la muñeca, dejando colgar un trozo a modo de correa.

Mientras la joven muchacha le cortaba el cordel viejo de su mano y la Abuela se acercaba por el otro lado para amarrarle un nuevo trozo de cordel del mismo modo que el anterior, ésta escupió unas pocas palabras que dejó ver su desgastada dentadura amarilla: “Renovar la cuerda es que nos perteneces”, “No lo olvides, tu vida a nuestro servicio” aclaró la Morena.

Carla y Canela, al otro lado de la ventana, pensaban qué podría haber ocurrido para que un hombre tan grande y fuerte como 12 se viera obligado a regalar su vida a un par de gitanas harapientas. Había dado la noche tras esa ventana cuando por fin 12 se levantó del sillón, con la misma expresión de tristeza y preocupación con la que había estado toda la tarde. No podían soportarlo más, un impulso las llevó a ponerse frente a la puerta de la entrada cuando las gitanas la abrieron para dejar escapar a su “rehén”, y las vieron allí delante plantadas, una sonrisa de malicia se les iluminó en la cara y la expresión de 12 también se acentuó. Las hicieron entrar, preguntaron lo que querían saber y las gitanas respondieron.

Pasaron unas dos horas cuando terminaron de hablar y, a pesar de que aparentemente nada malo había ocurrido en aquella habitación, cuando dieron un paso para salir de la casucha fea en la que se encontraban sintieron como un enorme pesar se les echaba encima, 12 bajó aún más la cabeza. La puerta se cerró detrás de ellos, vieron como a un par de metros, los hombres que habían estado jugando al baloncesto toda la tarde pararon para mirar con odio a los que salían de la casa de las gitanas. Bajaron los tres escalones que les separaba del suelo y 12 las agarró del hombro, ellas se volvieron y vieron unos ojos casi llorosos: “Escuchadme, pase lo que pase no volváis más a este lugar, lo que ocurre está muy por encima de vuestras posibilidades. Yo estaré bien”.

Carla y Canela empezaron a caminar, intentando recordar por dónde habían venido, pero tanta fue la curiosidad con la que caminaban que ya no recordaban por dónde habían pasado. Caminaron entre un montón de calles oscuras hasta que sin saber cómo, llegaron de nuevo a la gasolinera, justo donde habían visto por primera vez a 12, a un lado de la gasolinera, pero esta vez ya no había nadie, era como si lo ocurrido no hubiese sucedido nunca. Ninguna sabía qué pensar, estaban desconcertadas, ¿había sido real o sólo un sueño? Volvieron a sus casas solas, con aquella duda en sus cabezas.

Al día siguiente Canela volvió al lugar de la noche anterior, algo la empujaba a averiguar si 12 existió de verdad, porque si era así necesitaba ayuda. Partió desde la cafetería La Imperial intentando reconstruir sus pasos de aquella noche; al fin llegó al descampado donde estaban jugando los hombres de raza afroamericana, al igual que el día anterior, bajo el caluroso sol del mediodía, parecía como si fuese al mediodía cuando se abría la puerta a aquel horrible lugar apartado de la mano de Dios, y por la noche cuando se abría la de salida.

Canela se dirigió a la casa de las gitanas y cuando se acercó a la puerta ésta se abrió de repente, como si las gitanas supieran ya desde antes que ella iba a estar ahí, detrás de la puerta, justo en ese instante. Canela sintió como una extraña fuerza la empujaba a sentarse en el mismo sillón donde lo había hecho 12 el día anterior, y fue la misma expresión de preocupación y tristeza la que se dibujó en su cara. Pasaron las horas con ella atrapada allí dentro.

De noche se escuchó un ruido, no un ruido cualquiera, era un estruendo espantoso, después se escuchó otro y cada vez eran más seguidos. Centenares de bombas caían del cielo, se oían los gritos de las personas, ya no había nadie en la cancha de baloncesto, las tres mujeres salieron corriendo de la casa sin saber a dónde dirigirse. El pánico se apoderó de la ciudad.