viernes, 25 de enero de 2013

El primer amanecer

Alba era una niña de rostro pálido y cabellos dorados como las piedras que se encontraban en los ríos. Guardaba en su pecho el calor que siempre la impulsaba a llegar más alto que un ave, a ser más fuerte que una roca y a vivir de forma más salvaje que cualquier animal. Ese calor nunca se desprendía de ella y le ardía dentro, recorriendo su cuerpo.

Había pasado mucho tiempo desde que el sol murió. Ya nadie recordaba la vida con su luz y su calor, la única luz que ahora les acompañaba era la del fuego. Ese fuego es el que Alba sentía por dentro.

Las gentes luchaban por hacerse con las provisiones, agrupados en pequeñas aldeas. Aquella vida era peor que la vida en los polos, porque no había esperanza de que la luz un día bañara la tierra. La atmósfera se consumía así misma, ahogada por los vapores de las industrias, que explotaban el carbón y el petróleo. El mundo se ahogaba en su propia oscuridad. Era la lucha por seguir vivos, muriendo lentamente.

Alba no recordaba ni un solo día de su vida en que no hubiese tenido que pelear para seguir con vida, para alimentarse o para respirar si quiera. Era ese fuego quien la impulsaba. Y cuando se hizo adulta siguió luchando.

A lomos de “Fuego” cabalgaba bajo el oscuro manto de aquella noche eterna, no dormía, pues aunque quisiera, el calor de su pecho la hacía despertar siempre entre sudorosas pesadillas. Soñaba con una gran esfera de fuego que refulgía en el cielo, grande y hermosa, que parecía tocarla hasta sacar aquel calor que la atormentaba desde dentro.

Entre su aldea y la siguiente había un lago, no demasiado grande para ambos, y los pozos subterráneos comenzaban a secarse. Ya no había agua suficiente para los humanos y sus invernaderos. Ésta era la única esperanza de vida que les quedaba.

Fuego corrió como nunca, espoleado fuertemente para que fuera más rápido que el viento. Alba sentía el aire en su rostro pero no el frío. El fuego por dentro le ardía en el pecho y su sangre era como la lava de un volcán.

Todo alrededor estaba muerto, un desierto que ya no recordaba guardar vida en sus laderas. Los hombres y las mujeres sacaron sus espadas y lucharon hasta la muerte. Sus armas estaban hastiadas, casi fragmentadas por el uso intenso y la vejez de sus hojas.

Alba luchaba sin juicio ni prudencia, era una asesina despiadada, aunque luchaba por liberar el fuego más que por sobrevivir. Pocos quedaban a su alrededor que siguieran en pie, la guerra había acabado pero fue la más sangrienta que recordaba. Eso le hizo preguntarse hasta qué punto era útil luchar por sobrevivir si cada vez eran menos los que salían con vida.

Entonces sintió algo que no había sentido jamás, el fuego quería salir, salir de ella, pero para siempre, sin su cuerpo. Sin pensárselo dos veces cogió una daga y la clavó en su pecho. Era la daga de su padre, que la había protegido siempre y ese día le arrancaba la vida.

De su pecho sacó una pequeña esfera de fuego, un pequeño sol que no le quemó las manos sino que le dio una cálida sensación de paz. Caminó hasta la orilla de una playa y allí la dejó flotando.

Su cuerpo se apagaba lentamente mientras la esfera se alejaba hacia el horizonte, hasta que desapareció. Alba había muerto con la visión de su calor que se alejaba. Ya no era más fuerte que una roca, ni volvería a llegar más alto que un ave. El calor se había apagado pero murió con una sonrisa en su rostro porque al fin se sintió libre como un animal salvaje.

Las gentes dormían agotadas por la batalla y tras varias horas un enorme y deslumbrante sol apareció en el horizonte y bañó la tierra con su luz y su calor. No pasó mucho tiempo hasta que las primeras señales de vida comenzaron a aparecer. Con el tiempo, el planeta recuperó la vida que se había ido. Alba había nacido con el nuevo sol en su corazón y lo ofreció al mundo para que al fin, las muertes de tantos cobraran sentido.


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